domingo, 9 de enero de 2011

LOS OMÓPLATOS


Los omóplatos: vestigios de una mortalidad adquirida

Por: Natalia Orozco


Cuando surcan los cielos son liberados de la fuerza de la gravedad que los ata a la tierra; no necesitan alimento alguno, ya que son completamente autosuficientes. Nunca aterrizan en la tierra, habitan exclusivamente en las más elevadas regiones del aire, también duermen en el aire libre de las alturas; se aman bajo cielo abierto y no parecen necesitar otra cosa que altura y amplitud, como si tuviesen la capacidad de autoabastecerse a través del cordon umbilical de su propia bienaventuranza. El único momento en la vida de estos pájaros divinos en el que esta existencia libre de todo lazo corre peligro de ser perturbada existe solo en el comienzo. Pues al ser criaturas libres de los lazos terrenales, los pájaros divinos depositan sus huevos en el aire. Mientras el huevo cae desde muy alto para encontrarse con la tierra, el sol lo incuba. Si la madre ha volado lo suficientemente alto, el tiempo que pasa hasta que la joven criatura sale del cascarón basta para que el huevo que sigue cayendo a la tierra reviente desde dentro; entonces el joven pájaro divino sale del cascarón al aire libre, siente el golpe del viento en las plumas, se inicia en la caída libre, despliega sus alas y empieza de nuevo a ascender…”[1]


Pero si el joven pájaro no cuenta con la fortuna de poder corresponder el tiempo de la caída con el despliegue de sus alas, chocará con la tierra; y, si aún insiste en la vida, tendrá que resignarse ante la gravedad y aprender a andar por sí mismo.



Un pequeño tirón aparece entre mis omoplatos luego de escuchar la voz inmersa entre las palabras escritas de Sloterdijk sobre la historia de los pájaros divinos. Efectivamente, a veces, entre ellos, los omoplatos, se encuba un dolor intenso que parece no tener causa efectiva de su aparición. ¡Y valla cosa! Este dolor visita mi cuerpo cuando la precariedad de los comienzos me causan escosor. Este relato de la tradición oral indú sugiere agregarle una pre-historia a los contornos que tienen ese par de escápulas sueltas que llevamos a cuestas. Pero también añade algo más a nuestra historia de pájaros divinos despeñados: nuestro comienzo, el tiempo de VENIR al mundo. Ese tiempo transitivo, no contemplativo, en que fuimos paridos, tiempo-viaje, en el cual se desliga a un otro y nos desprendemos en caída libre para ESTAR en el mundo[2]. Tiempo de tránsito intrauterino donde la asfixia, el peso, el desprendimiento y el desligamiento son nuestras primeras sensaciones corpóreas. Cada uno guarda en su cuerpo la memoria sin recuerdo de dicho tránsito único y singular; sin embargo, todos tenemos un vestigio común en la espalda: tenemos las alas atrofiadas.



Los omóplatos son huesos casi flotantes, unidos con la clavícula y el húmero a través de complejas intersecciones musculares. A veces, entre omóplato y espina dorsal se deposita un dolor que parece coincidir con un estado de encogimiento vital; tal vez, ese dolor nos hace saber de aquel tiempo transitivo que no es traducible a una enunciación lingüística sino apenas manifiesto en una reiteración corporal. El día que vinimos al mundo nos desprendimos de un otro, chocamos con el paso estrecho y asfixiante del tránsito y marcamos nuestro cuerpo con la atrofia de la mortalidad: los omoplatos. Nuestras escápulas, son entonces los vestigios de una pre-historia; de un tiempo en el cual tuvimos la oportunidad, como pájaros divinos, o de iniciarnos en caída libre y desplegar las alas para de nuevo ascender, o, de caer y condenarnos a nuestra propia libertad.



Como integrantes de una cintura no articulada con la espina dorsal, las escápulas tienen una movilidad que los de abajo, los huesos iliacos alcanzan a imaginar solo cuando se vuelven morada para un otro... Flameando en nuestras espaldas, los omóplatos tienen la forma de alas atrofiadas. Parecen la impronta de lo que la pelvis testimonia cuando se rompe la calma súbita del feto que se ha sido, del pájaro divino. Y, en el momento de nacer, precipitándonos hacía el suelo grávido del mundo, lloramos, berreámos muy duro, y creamos el rastro corpóreo de una naturaleza adquirida: somos criaturas paridas que tendrán que volverse parteras de sus múltiples nacimientos.



Mueve tu omóplato izquierdo, siente la independencia que éste tiene en relación con el derecho. Toma el omóplato de otro humano despeñado, agárralo, entra con tus dedos detrás de él y percibe su forma pero sobre todo su condición flotante; ahora cambia, recibe tu la inquietud de los dedos del otro en tu omóplato y sentirás el placer del desprendimiento de esa planicie en la espalda, el regocijo anatómico inmediato que también parece ancestral. Bien, toma ahora los huesos iliacos de otro, dibuja sus contornos con tus dedos, y, te darás cuenta que aunque están separados uno del otro, son un mismo timón manejando una muralla móvil creada entre el sacro, el pubis y los iliacos. Empuja un iliáco y toda la muralla pélvica te responderá. En este espacio-tiempo, en nuestra cintura pélvica, segmento de nuestro cuerpo hay una habitación sólida para un otro, para guarecer el tiempo contemplativo de la gestación. Y es en este tiempo cuando la pelvis es flexible, da lugar, posición, inteligencia.



Entre estas cinturas nos movemos, entre ellas nacemos una y otra vez. Ellas parecen relacionarse intensivamente a través del tiempo, tiempo contemplativo de la gestación, y el tiempo transitivo del nacimiento. Una vez precipitados ante el suelo, con tan corta edad, no podemos recordar el tránsito intrauterino. Pero algo de ello se vislumbra en cada creación-gestación posterior. Todo comienzo tiene una pre-historia, un tiempo contemplativo de gestación, una sensación de inmortalidad y, sobre todo, tiene una marca, un instante transitivo de asfixia, de caída, de desligamiento, de desprendimiento, una vivencia primera de nuestra mortalidad. Creo entender entonces por qué cuando creamos, cuando parimos, nos desligamos y al mismo somos paridos, nos desprendemos quedan ciertas sensaciones corpóreas intraducibles al habla que interrumpen el caminar, el dormir, el comer, el cuidar. Una cierta precariedad nos hace tambalear. Y solo desde allí, y creo poder decirlo desde el equilibrio precario que es el acto de danzar, es posible comenzar de nuevo[3].



[1] Sloterdijk, Peter, La poética del parto en Venir al mundo, venir al lenguaje, Lecciones de Frankfurt, traducción de Germán Cano, editorial Pre-Textos, 2006, Valencia.

[2] En nota del traductor Cano del texto Venir al mundo, venir al lenguaje, se aclara que la palabra alemana “entbindung” significa a la vez desligamiento, desprendimiento pero también parto. Ibidem.

[3] Este pedazo de afecto ha sido empujado y provocado por las imágenes filosóficas y poéticas creadas por Peter Sloterdijk en su texto Venir al mundo, venir al lenguaje

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